miércoles, 31 de agosto de 2011

Bigotes Afilados (Vol II)





Con su voz le daba sentido al aire, con sus manos adormecía a las fieras...

Quizás fuese por un acto de rebeldía o simplemente por su deseo incontrolable de aprender; sea lo que fuese, ella decidió marcharse y huir, como si de un animal salvaje a punto de ser cazado se tratase. Los que la conocimos, notamos cómo, sin planearlo, dejó restos de su esencia esparcida por la ciudad, como reflejos de luna en el mar.

Si una tarde paseabas por los Juncos, el olor a vainilla que ella desprendía parecía envolverse alrededor de la ropa. Su voz podía escucharse entre los callejones más ocultos como bellos susurros que alguna vez se dejó tirados por ahí. En las partes más oscuras de la ciudad, dos chiribitas marrones, tan claras como sus ojos, revoloteaban acompañándote durante un trecho del camino. Sus cosas parecían arraigadas al lugar con tanta fuerza, que nadie era capaz de arrancarlas. Los amigos a los que allí había dejado continuaba con sus vidas, sus vidas estudiando, sus vidas en cada tarde tranquila, sus vidas, aquellas que ahora se sentían más solas, en un día habitual con sus familias y sus actividades, sus vidas que la extrañaban.

Pero ella no era de ningún lugar y nunca tuvo miedo a correr hacia algún destino que el mundo le hubiera deparado. Y eso no era siempre fácil, pero tenía la seguridad cosida a las plantas de sus pies y, cuando dudaba, cerraba fuertemente los ojos para que sus otros sentidos la dirigieran sola a allá donde tenía que llegar.

Su único idioma era el suyo propio, pero podía hablar en todos los existentes. Y en esa lengua comprendió que hay decisiones en la vida que nunca se debieron tomar: ella no quería una vida atada a un plano y un edificio, a unos materiales y unos patrones. Quería una vida en miles y miles de idiomas, y hacia eso se dirigía.

Los que la conocimos, percibimos cómo, sin tan siquiera notarlo, dejó brotes de su esencia embadurnados por el suelo.

Y los que llegaron tarde a este acto, supieron de la grandeza de quien por allí había caminado y sintieron pena de no haber asistido, ni aunque fuera un momento, a tal espectáculo.